jueves, 26 de septiembre de 2013

LITERATURA Y PUBLICIDAD Y LAS ASCUAS DE UN CREPÚSCULO MORADO DE MACHADO


26-09-13

Hay dos tipos de receptor:


  • El real de la obra
  • El implícito (que es la persona a la que se dirige el mensaje).

    Podemos distinguir también entre literatura femenina y publicidad femenina.


    - La literatura femenina estaba considera como un subgrupo, historicamente en los libros se escribía sobre el cuidado del hogar, la familia, etc,.... teniendo a su vez una consideración negativa, que ha tendido a desaparecer con los años. Hoy en día, se escriben para las mujeres temas de cualquier tipo.

    - En la publicidad para anunciar un producto u otro, se
    depende mucho del sexo al que va dirigido el anuncio.

    La conclusión a la que se llega entre estos dos géneros, es que la publicidad nos llega involuntariamente, mientras que los libros son escogidos dependiendo del gusto de cada uno.


    La función poética está caracterizada por el uso de:
  • Recurrencias fónicas
  • Rima
  • Ritmo

    Ejemplos:
  • "I like Ike" slogan político de la candidatura de Dwight David "Ike" Eisenhower. Ike es el nombre con el que se le conocía al presidente. El slogan es usado porque genera sonoridad y tiene reiteraciones fónicas /ai/, creando una paranomasia.
  • Otro ejemplo de uso de la reiteración es "Sombra sabe negro suave" que utiliza la aliteración en la /s/ y onomatopeyas.
  • Ejemplos del uso de endecasílabos y un heptasílabo.


    Soledad primera - Luis de Góngora






    Era del año la estación florida
    en que el mentido robador de Europa
    (media luna las armas de su frente,
    y el Sol todos los rayos de su pelo),
    luciente honor del cielo,
    en campos de zafiro pace estrellas,
    cuando el que ministrar podía la copa
    a Júpiter mejor que el garzón de Ida,
    náufrago y desdeñado, sobre ausente,
    lagrimosas de amor dulces querellas
    da al mar, que condolido,
    fue a las ondas, fue al viento
    el mísero gemido,
    segundo de Arïón dulce instrumento.
    Del siempre en la montaña opuesto pino
    al enemigo Noto,
    piadoso miembro roto,
    breve tabla, delfín no fue pequeño
    al inconsiderado peregrino,
    que a una Libia de ondas su camino
    fió, y su vida a un leño.
    Del Océano pues antes sorbido,
    y luego vomitado
    no lejos de un escollo coronado
    de secos juncos, de calientes plumas,
    alga todo y espumas,
    halló hospitalidad donde halló nido
    de Júpiter el ave.
    Besa la arena, y de la rota nave
    aquella parte poca
    que le expuso en la playa dio a la roca;
    que aun se dejan las peñas
    lisonjear de agradecidas señas.
    Desnudo el joven, cuanto ya el vestido
    Océano ha bebido,
    restituir le hace a las arenas;
    y al Sol lo extiende luego,
    que, lamiéndolo apenas
    su dulce lengua de templado fuego,
    lento lo embiste, y con süave estilo
    la menor onda chupa al menor hilo.

    No bien pues de su luz los horizontes,
    que hacían desigual, confusamente,
    montes de agua y piélagos de montes,
    desdorados los siente,
    cuando, entregado el mísero extranjero
    en lo que ya del mar redimió fiero,
    entre espinas crepúsculos pisando,
    riscos que aun igualara mal volando
    veloz, intrépida ala,
    menos cansado que confuso, escala.
    Vencida al fin la cumbre,
    del mar siempre sonante,
    de la muda campaña
    árbitro igual e inexpugnable muro,
    con pie ya más seguro
    declina al vacilante
    breve esplendor del mal distinta lumbre,
    farol de una cabaña
    que sobre el ferro está en aquel incierto
    golfo de sombras anunciando el puerto.
    «Rayos, les dice, ya que no de Leda
    trémulos hijos, sed de mi fortuna
    término luminoso.» Y recelando
    de invidïosa bárbara arboleda
    interposición, cuando
    de vientos no conjuración alguna,
    cual haciendo el villano
    la fragosa montaña fácil llano,
    atento sigue aquella
    (aun a pesar de las tinieblas bella,
    aun a pesar de las estrellas clara)
    piedra, indigna tïara,
    si tradición apócrifa no miente,
    de animal tenebroso, cuya frente
    carro es brillante de nocturno día:
    tal, diligente, el paso
    el joven apresura,
    midiendo la espesura
    con igual pie que el raso,
    fijo, a despecho de la niebla fría,
    en el carbunclo, Norte de su aguja,
    o el Austro brame, o la arboleda cruja.
    El can ya vigilante
    convoca, despidiendo al caminante,
    y la que desvïada
    luz poca pareció, tanta es vecina,
    que yace en ella robusta encina,
    mariposa en cenizas desatada.

    Llegó pues el mancebo, y saludado,
    sin ambición, sin pompa de palabras,
    de los conducidores fue de cabras,
    que a Vulcano tenían coronado.

    «¡Oh bienaventurado
    albergue a cualquier hora,
    templo de Pales, alquería de Flora!
    No moderno artificio
    borró designios, bosquejó modelos,
    al cóncavo ajustando de los cielos
    el sublime edificio;
    retamas sobre robre
    tu fábrica son pobre,
    do guarda, en vez de acero,
    la inocencia al cabrero
    más que el silbo al ganado.
    ¡Oh bienaventurado
    albergue a cualquier hora!
    No en ti la ambición mora
    hidrópica de viento,
    ni la que su alimento
    el áspid es gitano;
    no la que, en vulto comenzando humano,
    acaba en mortal fiera,
    esfinge bachillera,
    que hace hoy a Narciso
    ecos solicitar, desdeñar fuentes;
    ni la que en salvas gasta impertinentes
    la pólvora del tiempo más preciso;
    ceremonia profana
    que la sinceridad burla villana
    sobre el corvo cayado.
    ¡Oh bienaventurado
    albergue a cualquier hora!
    Tus umbrales ignora
    la adulación, sirena
    de Reales Palacios, cuya arena
    besó ya tanto leño,
    trofeos dulces de un canoro sueño.
    No a la soberbia está aquí la mentira
    dorándole los pies, en cuanto gira
    la esfera de sus plumas,
    ni de los rayos baja a las espumas
    favor de cera alado.
    ¡Oh bienaventurado
    albergue a cualquier hora!»

    No pues de aquella sierra, engendradora
    más de fierezas que de cortesía,
    la gente parecía
    que hospedó al forastero
    con pecho igual de aquel candor primero
    que, en las selvas contento,
    tienda el fresno le dio, el robre alimento.
    Limpio sayal, en vez de blanco lino,
    cubrió el cuadrado pino,
    y en boj, aunque rebelde, a quien el torno
    forma elegante dio sin culto adorno,
    leche que exprimir vio la alba aquel día,
    mientras perdían con ella
    los blancos lilios de su frente bella,
    gruesa le dan y fría,
    impenetrable casi a la cuchara,
    del sabio Alcimedón invención rara.
    El que de cabras fue dos veces ciento
    esposo casi un lustro (cuyo diente
    no perdonó a racimo, aun en la frente
    de Baco, cuanto más en su sarmiento,
    triunfador siempre de celosas lides,
    lo coronó el Amor; mas rival tierno,
    breve de barba y duro no de cuerno,
    redimió con su muerte tantas vides),
    servido ya en cecina,
    purpúreos hilos es de grana fina.
    Sobre corchos después, más regalado
    sueño le solicitan pieles blandas,
    que al Príncipe entre holandas,
    púrpura tiria o milanés brocado.
    No de humosos vinos agravado
    es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre
    de ponderosa vana pesadumbre
    es, cuanto más despierto, más burlado.
    De trompa militar no, o destemplado
    son de cajas fue el sueño interrumpido,
    de can sí, embravecido
    contra la seca hoja
    que el viento repeló a alguna coscoja.
    Durmió, y recuerda al fin cuando las aves,
    esquilas dulces de sonora pluma,
    señas dieron süaves
    del Alba al Sol, que el pabellón de espuma
    dejó, y en su carroza
    rayó el verde obelisco de la choza.

    Agradecido pues el peregrino,
    deja el albergue, y sale acompañado
    de quien lo lleva donde levantado,
    distante pocos pasos del camino,
    imperïoso mira la campaña
    un escollo apacible, galería
    que festivo teatro fue algún día
    de cuantos pisan Faunos la montaña.
    Llegó y, a vista tanta
    obedeciendo la dudosa planta,
    inmóvil se quedó sobre un lentisco,
    verde balcón del agradable risco.
    Si mucho poco mapa le despliega,
    mucho es más lo que, nieblas desatando,
    confunde el Sol y la distancia niega.
    Muda la admiración habla callando,
    y ciega un río sigue que, luciente
    de aquellos montes hijo,
    con torcido discurso, aunque prolijo,
    tiraniza los campos útilmente;
    orladas sus orillas de frutales,
    quiere la Copia que su cuerno sea,
    si al animal armaron de Amaltea
    diáfanos cristales;
    engazando edificios en su plata,
    de muros se corona,
    rocas abraza, islas aprisiona,
    de la alta gruta donde se desata
    hasta los jaspes líquidos, adonde
    su orgullo pierde y su memoria esconde.

    «Aquéllas que los árboles apenas
    dejan ser torres hoy, dijo el cabrero
    con muestras de dolor extraordinarias,
    las estrellas nocturnas luminarias
    eran de sus almenas,
    cuando el que ves sayal fue limpio acero.
    Yacen ahora, y sus desnudas piedras
    visten piadosas yedras,
    que a rüinas y a estragos
    sabe el tiempo hacer verdes halagos.»

    Con gusto el joven y atención le oía,
    cuando torrente de armas y de perros,
    que si precipitados no los cerros,
    las personas tras de un lobo traía,
    tierno discurso y dulce compañía
    dejar hizo al serrano,
    que del sublime espacïoso llano
    al huésped al camino reduciendo,
    al venatorio estruendo,
    pasos dando veloces,
    número crece y multiplica voces.

    Bajaba entre sí el joven admirando
    armado a Pan, o semicapro a Marte,
    en el pastor mentidos, que con arte
    culto principio dio al discurso, cuando
    rémora de sus pasos fue su oído,
    dulcemente impedido
    de canoro instrumento, que pulsado
    era de una serrana junto a un tronco,
    sobre un arroyo de quejarse ronco,
    mudo sus ondas, cuando no enfrenado.
    Otra con ella montaraz zagala
    juntaba el cristal líquido al humano
    por el arcaduz bello de una mano
    que al uno menosprecia, al otro iguala.
    Del verde margen otra las mejores
    rosas traslada y lilios al cabello,
    o por lo matizado o por lo bello,
    si Aurora no con rayos, Sol con flores.
    Negras pizarras entre blancos dedos
    ingenïosa hiere otra, que dudo
    que aun los peñascos la escucharan quedos.
    Al son pues deste rudo
    sonoroso instrumento,
    lasciva el movimiento,
    mas los ojos honesta,
    altera otra bailando la floresta.
    Tantas al fin el arroyuelo, y tantas
    montañesas da el prado, que dirías
    ser menos las que verdes Hamadrías
    abortaron las plantas:
    inundación hermosa
    que la montaña hizo populosa
    de sus aldeas todas
    a pastorales bodas.
    De una encina embebido
    en lo cóncavo, el joven mantenía
    la vista de hermosura, y el oído
    de métrica armonía.
    El Sileno buscaba
    de aquellas que la sierra dio Bacantes,
    ya que Ninfas las niega ser errantes
    el hombro sin aljaba,
    o si del Termodonte,
    émulo del arroyuelo desatado
    de aquel fragoso monte,
    escuadrón de Amazonas desarmado
    tremola en sus riberas
    pacíficas banderas.

    Vulgo lascivo erraba
    al voto del mancebo,
    el yugo de ambos sexos sacudido,
    al tiempo que, de flores impedido
    el que ya serenaba
    la región de su frente rayo nuevo,
    purpúrea terneruela, conducida
    de su madre, no menos enramada,
    entre albogues se ofrece, acompañada
    de juventud florida.
    Cuál dellos las pendientes sumas graves
    de negras baja, de crestadas aves,
    cuyo lascivo esposo vigilante
    doméstico es del Sol nuncio canoro,
    y de coral barbado, no de oro
    ciñe, sino de púrpura, turbante.
    Quién la cerviz oprime
    con la manchada copia
    de los cabritos más retozadores,
    tan golosos, que gime
    el que menos peinar puede las flores
    de su guirnalda propia.
    No el sitio, no, fragoso,
    no el torcido taladro de la tierra,
    privilegió en la sierra
    la paz del conejuelo temeroso;
    trofeo ya su número es a un hombro,
    si carga no y asombro.
    Tú, ave peregrina,
    arrogante esplendor, ya que no bello,
    del último Occidente,
    penda el rugoso nácar de tu frente
    sobre el crespo zafiro de tu cuello,
    que Himeneo a sus mesas te destina.
    Sobre dos hombros larga vara ostenta
    en cien aves cien picos de rubíes,
    tafiletes calzadas carmesíes,
    emulación y afrenta
    aun de los berberiscos,
    en la inculta región de aquellos riscos.
    Lo que lloró la Aurora,
    si es néctar lo que llora,
    y, antes que el Sol, enjuga
    la abeja que madruga
    a libar flores y a chupar cristales,
    en celdas de oro líquido, en panales
    la orza contenía
    que un montañés traía.
    No excedía la oreja
    el pululante ramo
    del ternezuelo gamo,
    que mal llevar se deja,
    y con razón, que el tálamo desdeña
    la sombra aun de lisonja tan pequeña.

    El arco del camino pues torcido,
    que habían con trabajo
    por la fragosa cuerda del atajo
    las gallardas serranas desmentido,
    de la cansada juventud vencido,
    los fuertes hombros con las cargas graves,
    treguas hechas süave,
    sueño le ofrece a quien buscó descanso
    el ya sañudo arroyo, ahora manso.
    Merced de la hermosura que ha hospedado,
    efectos, si no dulces, del concento
    que, en las lucientes de marfil clavijas,
    las duras cuerdas de las negras guijas
    hicieron a su curso acelerado,
    en cuanto a su furor perdonó el viento.

    Menos en renunciar tardó la encina
    el extranjero errante,
    que en reclinarse el menos fatigado
    sobre la grana que se viste fina
    su bella amada, deponiendo amante
    en las vestidas rosas su cuidado.
    Saludolos a todos cortésmente,
    y, admirado no menos
    de los serranos que correspondido,
    las sombras solicita de unas peñas.
    De lágrimas los tiernos ojos llenos,
    reconociendo el mar en el vestido
    (que beberse no pudo el Sol ardiente
    las que siempre dará cerúleas señas),
    político serrano,
    de canas grave, habló desta manera:

    «¿Cuál tigre, la más fiera
    que clima infamó hircano,
    dio el primer alimento
    al que, ya deste o de aquel mar, primero
    surcó, labrador fiero,
    el campo undoso en mal nacido pino,
    vaga Clicie del viento,
    en telas hecho, antes que en flor, el lino?
    Más armas introdujo este marino
    monstruo, escamado de robustas hayas,
    a las que tanto mar divide playas,
    que confusión y fuego
    al frigio muro el otro leño griego.
    Náutica industria investigó tal piedra,
    que, cual abraza yedra
    escollo, el metal ella fulminante
    de que Marte se viste y, lisonjera,
    solicita el que más brilla diamante
    en la nocturna capa de la esfera,
    estrella a nuestro Polo más vecina;
    y, con virtud no poca,
    distante le revoca,
    elevada la inclina
    ya de la Aurora bella
    al rosado balcón, ya a la que sella,
    cerúlea tumba fría,
    las cenizas del día.
    En esta pues fiándose atractiva,
    del Norte amante dura, alado roble,
    no hay tormentoso cabo que no doble,
    ni isla hoy a su vuelo fugitiva.
    Tifis el primer leño mal seguro
    condujo, muchos luego Palinuro;
    si bien por un mar ambos, que la tierra
    estanque dejó hecho,
    cuyo famoso estrecho
    una y otra de Alcides llave cierra.
    Piloto hoy la Codicia, no de errantes
    árboles, mas de selvas inconstantes,
    al padre de las aguas Océano
    (de cuya monarquía
    el Sol, que cada día
    nace en sus ondas y en sus ondas muere,
    los términos saber todos no quiere)
    dejó primero de su espuma cano,
    sin admitir segundo
    en inculcar sus límites al mundo.
    Abetos suyos tres aquel tridente
    violaron a Neptuno,
    conculcado hasta allí de otro ninguno,
    besando las que al Sol el Occidente
    le corre en lecho azul de aguas marinas,
    turquesadas cortinas.
    A pesar luego de áspides volantes,
    sombra del Sol y tósigo del viento,
    de Caribes flechados, sus banderas
    siempre gloriosas, siempre tremolantes,
    rompieron los que armó de plumas ciento
    Lestrigones el istmo, aladas fieras;
    el istmo que al Océano divide,
    y, sierpe de cristal, juntar le impide
    la cabeza, del Norte coronada,
    con la que ilustra el Sur cola escamada
    de antárticas estrellas.
    Segundos leños dio a segundo Polo
    en nuevo mar, que le rindió no sólo
    las blancas hijas de sus conchas bellas,
    mas los que lograr bien no supo Midas
    metales homicidas.
    No le bastó después a este elemento
    conducir orcas, alistar ballenas,
    murarse de montañas espumosas,
    infamar blanqueando sus arenas
    con tantas del primer atrevimiento
    señas, aun a los buitres lastimosas,
    para con estas lastimosas señas
    temeridades enfrenar segundas.
    Tú, Codicia, tú, pues, de las profundas
    estigias aguas torpe marinero,
    cuantos abre sepulcros el mar fiero
    a tus huesos desdeñas.
    El promontorio que Éolo sus rocas
    candados hizo de otras nuevas grutas
    para el Austro de alas nunca enjutas,
    para el Cierzo espirante por cien bocas,
    doblaste alegre, y tu obstinada entena
    cabo lo hizo de Esperanza Buena.
    Tantos luego astronómicos presagios
    frustrados, tanta náutica doctrina,
    debajo de la zona más vecina
    al Sol, calmas vencidas y naufragios,
    los reinos de la Aurora al fin besaste,
    cuyos purpúreos senos perlas netas,
    cuyas minas secretas
    hoy te guardan su más precioso engaste.
    La aromática selva penetraste,
    que al pájaro de Arabia (cuyo vuelo
    arco alado es del cielo,
    no corvo, mas tendido)
    pira le erige, y le construye nido.
    Zodíaco después fue cristalino
    a glorïoso pino,
    émulo vago del ardiente coche
    del Sol, este elemento,
    que cuatro veces había sido ciento
    dosel al día y tálamo a la noche,
    cuando halló de fugitiva plata
    la bisagra, aunque estrecha, abrazadora
    de un Océano y otro, siempre uno,
    o las columnas bese o la escarlata,
    tapete de la Aurora.
    Esta pues nave, ahora
    en el húmido templo de Neptuno
    varada pende a la inmortal memoria
    con nombre de Victoria.
    De firmes islas no la inmóvil flota
    en aquel mar del Alba te describo,
    cuyo número, ya que no lascivo,
    por lo bello, agradable y por lo vario
    la dulce confusión hacer podía,
    que en los blancos estanques del Eurota
    la virginal desnuda montería,
    haciendo escollos o de mármol pario
    o de terso marfil sus miembros bellos,
    que pudo bien Acteón perderse en ellos.
    El bosque dividido en islas pocas,
    fragante productor de aquel aroma
    que, traducido mal por el Egito,
    tarde lo encomendó el Nilo a sus bocas,
    y ellas más tarde a la gulosa Grecia,
    clavo no, espuela sí del apetito,
    que cuanto en concocelle tardó Roma
    fue templado Catón, casta Lucrecia,
    quédese, amigo, en tan inciertos mares,
    donde con mi hacienda
    del alma se quedó la mejor prenda,
    cuya memoria es buitre de pesares.»

    En suspiros con esto,
    y en más anegó lágrimas el resto
    de su discurso el montañés prolijo,
    que el viento su caudal, el mar su hijo.

    Consolalle pudiera el peregrino
    con las de su edad corta historias largas,
    si, vinculados todos a sus cargas
    cual próvidas hormigas a sus mieses,
    no comenzaran ya los montañeses
    a esconder con el número el camino,
    y el cielo con el polvo. Enjugó el viejo
    del tierno humor las venerables canas,
    y levantando al forastero, dijo:
    «Cabo me han hecho, hijo,
    deste hermoso tercio de serranas;
    si tu neutralidad sufre consejo,
    y no te fuerza obligación precisa,
    la piedad que en mi alma ya te hospeda
    hoy te convida al que nos guarda sueño
    política alameda,
    verde muro de aquel lugar pequeño
    que, a pesar de esos fresnos, se divisa;
    sigue la femenil tropa conmigo:
    verás curioso y honrarás testigo
    el tálamo de nuestros labradores,
    que de tu calidad señas mayores
    me dan que del Océano tus paños,
    o razón falta donde sobran años.»

    Mal pudo el extranjero, agradecido,
    en tercio tal negar tal compañía
    y en tan noble ocasión tal hospedaje.
    Alegres pisan la que, si no era
    de chopos calle y de álamos carrera,
    el fresco de los céfiros rüido,
    el denso de los árboles celaje
    en duda ponen cuál mayor hacía
    guerra al calor o resistencia al día.
    Coros tejiendo, voces alternando,
    sigue la dulce escuadra montañesa
    del perezoso arroyo el paso lento,
    en cuanto él hurta blando,
    entre los olmos que robustos besa,
    pedazos de cristal, que el movimiento
    libra en la falda, en el coturno ella,
    de la coluna bella,
    ya que celosa basa,
    dispensadora del cristal no escasa.
    Sirenas de los montes su concento,
    a la que menos del sañudo viento
    pudiera antigua planta
    temer rüina o recelar fracaso,
    pasos hiciera dar el menor paso
    de su pie o su garganta.
    Pintadas aves, cítaras de pluma,
    coronaban la bárbara capilla,
    mientras el arroyuelo para oílla
    hace de blanca espuma
    tantas orejas cuantas guijas lava,
    de donde es fuente a donde arroyo acaba.
    Vencedores se arrogan los serranos
    los consignados premios otro día,
    ya al formidable salto, ya a la ardiente
    lucha, ya a la carrera polvorosa.
    El menos ágil, cuantos comarcanos
    convoca el caso él solo desafía,
    consagrando los palios a su esposa,
    que a mucha fresca rosa
    beber el sudor hace de su frente,
    mayor aún del que espera
    en la lucha, en el salto, en la carrera.

    Centro apacible un círculo espacioso
    a más caminos que una estrella rayos
    hacía, bien de pobos, bien de alisos,
    donde la Primavera,
    calzada abriles y vestida mayos,
    centellas saca de cristal undoso
    a un pedernal orlado de narcisos.
    Este pues centro era
    meta umbrosa al vaquero convecino,
    y delicioso término al distante,
    donde, aún cansado más que el caminante,
    concurría el camino.
    Al concento se abaten cristalino
    sedientas las serranas,
    cual simples codornices al reclamo
    que les miente la voz, y verde cela
    entre la no espigada mies la tela.
    Músicas hojas viste el menor ramo
    del álamo que peina verdes canas;
    no céfiros en él, no ruiseñores
    lisonjear pudieron breve rato
    al montañés que, ingrato
    al fresco, a la armonía y a las flores,
    del sitio pisa ameno
    la fresca hierba cual la arena ardiente
    de la Libia, y a cuantas da la fuente
    sierpes de aljófar, aún mayor veneno
    que a las del Ponto tímido atribuye,
    según el pie, según los labios huye.

    Pasaron todos pues, y regulados
    cual en los Equinocios surcar vemos
    los piélagos del aire libre algunas
    volantes no galeras,
    sino grullas veleras,
    tal vez creciendo, tal menguando lunas
    sus distantes extremos,
    caracteres tal vez formando alados
    en el papel dïáfano del cielo
    las plumas de su vuelo.
    Ellas en tanto en bóvedas de sombras,
    pintadas siempre al fresco,
    cubren las que Sidón, telar turquesco,
    no ha sabido imitar verdes alfombras.
    Apenas reclinaron la cabeza
    cuando, en número iguales y en belleza,
    los márgenes matiza de las fuentes
    segunda primavera de villanas,
    que parientas del novio aún más cercanas
    que vecinos sus pueblos, de presentes
    prevenidas, concurren a las bodas.
    Mezcladas hacen todas
    teatro dulce, no de escena muda,
    el apacible sitio: espacio breve
    en que, a pesar del Sol, cuajada nieve,
    y nieve de colores mil vestida,
    la sombra vio florida
    en la hierba menuda.

    Viendo pues que igualmente les quedaba
    para el lugar a ellas de camino
    lo que al Sol para el lóbrego Occidente,
    cual de aves se caló turba canora
    a robusto nogal que acequia lava
    en cercado vecino,
    cuando a nuestros Antípodas la Aurora
    las rosas gozar deja de su frente,
    tal sale aquella que sin alas vuela
    hermosa escuadra con ligero paso,
    haciéndole atalayas del Ocaso
    cuantos humeros cuenta la aldehuela.

    El lento escuadrón luego
    alcanzan de serranos,
    y disolviendo allí la compañía,
    al pueblo llegan con la luz que el día
    cedió al sacro volcán de errante fuego,
    a la torre de luces coronada
    que el templo ilustra, y a los aires vanos
    artificiosamente da exhalada
    luminosas de pólvora saetas,
    purpúreos no cometas.
    Los fuegos pues el joven solemniza,
    mientras el viejo tanta acusa tea
    al de las bodas Dios, no alguna sea
    de nocturno Faetón carroza ardiente,
    y miserablemente
    campo amanezca estéril de ceniza
    la que anocheció aldea.
    De Alcides le llevó luego a las plantas,
    que estaban no muy lejos,
    trenzándose el cabello verde a cuantas
    da el fuego luces y el arroyo espejos.
    Tanto garzón robusto,
    tanta ofrecen los álamos zagala,
    que abrevïara el Sol en una estrella,
    por ver la menos bella,
    cuantos saluda rayos el Bengala,
    del Ganges cisne adusto.
    La gaita al baile solicita el gusto,
    a la voz el salterio;
    cruza el Trïón más fijo el Hemisferio,
    y el tronco mayor danza en la ribera;
    el eco, voz ya entera,
    no hay silencio a que pronto no responda;
    fanal es del arroyo cada onda,
    luz el reflejo, la agua vidrïera.
    Términos le da el sueño al regocijo,
    mas al cansancio no, que el movimiento
    verdugo de las fuerzas es prolijo.
    Los fuegos (cuyas lenguas ciento a ciento
    desmintieron la noche algunas horas,
    cuyas luces, del Sol competidoras,
    fingieron día en la tiniebla oscura)
    murieron, y en sí mismos sepultados,
    sus miembros, en cenizas desatados,
    piedras son de su misma sepultura.
    Vence la noche al fin, y triunfa mudo
    el silencio, aunque breve, del rüido.
    Sólo gime ofendido
    el sagrado laurel del hierro agudo.
    Deja de su esplendor, deja desnudo
    de su frondosa pompa al verde aliso
    el golpe no remiso
    del villano membrudo.
    El que resistir pudo
    al animoso Austro, al Euro ronco,
    chopo gallardo, cuyo liso tronco
    papel fue de pastores, aunque rudo,
    a revelar secretos va a la aldea,
    que impide Amor que aun otro chopo lea.
    Estos árboles pues ve la mañana
    mentir florestas y emular viales,
    cuantos muró de líquidos cristales
    agricultura urbana.

    Recordó al Sol no de su espuma cana
    la dulce de las aves armonía,
    sino los dos topacios que batía,
    orientales aldabas, Himeneo.
    Del carro pues febeo
    el luminoso tiro,
    mordiendo oro, el eclíptico zafiro
    pisar quería, cuando el populoso
    lugarillo el serrano
    con su huésped, que admira cortesano,
    a pesar del estambre y de la seda,
    el que tapiz frondoso
    tejió de verdes hojas la arboleda,
    y los que por las calles espaciosas
    fabrican arcos, rosas,
    oblicuos nuevos, pénsiles jardines,
    de tantos como víolas jazmines.

    Al galán novio el montañés presenta
    su forastero; luego al venerable
    padre de la que en sí bella se esconde
    con ceño dulce y, con silencio afable,
    beldad parlera, gracia muda ostenta,
    cual del rizado verde botón, donde
    abrevia su hermosura virgen rosa,
    las cisuras cairela
    un color que la púrpura que cela
    por brújula concede vergonzosa.
    Digna la juzga esposa
    de un héroe, si no augusto, esclarecido,
    el joven, al instante arrebatado
    a la que, naufragante y desterrado,
    le condenó a su olvido.
    Este pues Sol que a olvido le condena,
    cenizas hizo las que su memoria
    negras plumas vistió, que infelizmente
    sordo engendran gusano, cuyo diente,
    minador antes lento de su gloria,
    inmortal arador fue de su pena,
    y en la sombra no más de la azucena,
    que del clavel procura acompañada
    imitar en la bella labradora
    el templado color de la que adora,
    víbora pisa tal el pensamiento,
    que el alma, por los ojos desatada,
    señas diera de su arrebatamiento,
    si de zampoñas ciento
    y de otros, aunque bárbaros, sonoros
    instrumentos, no en dos festivos coros
    vírgenes bellas, jóvenes lucidos,
    llegaran conducidos.
    El numeroso al fin de labradores
    concurso impacïente
    los novios saca: él, de años floreciente,
    y de caudal más floreciente que ellos;
    ella, la misma pompa de las flores,
    la esfera misma de los rayos bellos.
    El lazo de ambos cuellos
    entre un lascivo enjambre iba de amores
    Himeneo añudando,
    mientras invocan su deidad la alterna
    de zagalejas cándidas voz tierna
    y de garzones este acento blando:

                          CORO I

    «Ven, Himeneo, ven donde te espera,
    con ojos y sin alas, un Cupido
    cuyo cabello intonso dulcemente
    niega el vello que el vulto ha colorido:
    el vello, flores de su primavera,
    y rayos el cabello de su frente.
    Niño amó la que adora adolescente,
    villana Psiques, Ninfa labradora
    de la tostada Ceres. Ésta ahora,
    en los inciertos de su edad segunda
    crepúsculos, vincule tu coyunda
    a su ardiente deseo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

                          CORO II

    «Ven, Himeneo, donde entre arreboles
    de honesto rosicler, previene el día,
    aurora de sus ojos soberanos,
    virgen tan bella, que hacer podría
    tórrida la Noruega con dos soles,
    y blanca la Etïopia con dos manos.
    Claveles del abril, rubíes tempranos,
    cuantos engasta el oro del cabello,
    cuantas (del uno ya y del otro cuello
    cadenas) la concordia engarza rosas,
    de sus mejillas siempre vergonzosas
    purpúreo son trofeo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

                          CORO I

    «Ven, Himeneo, y plumas no vulgares
    al aire los hijuelos den alados
    de las que el bosque bellas Ninfas cela;
    de sus carcajes, éstos, argentados,
    flechen mosquetas, nieven azahares;
    vigilantes aquéllos, la aldehuela
    rediman del que más o tardo vuela,
    o infausto gime pájaro nocturno;
    mudos coronen otros por su turno
    el dulce lecho conyugal, en cuanto
    lasciva abeja al virginal acanto
    néctar le chupa hibleo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

                          CORO II

    «Ven, Himeneo, y las volantes pías
    que azules ojos con pestañas de oro
    sus plumas son, conduzgan alta diosa,
    gloria mayor del soberano coro.
    Fíe tus nudos ella, que los días
    disuelvan tarde en senectud dichosa,
    y la que Juno es hoy a nuestra esposa,
    casta Lucina, en lunas desiguales
    tantas veces repita sus umbrales,
    que Níobe inmortal la admire el mundo,
    no en blanco mármol, por su mal fecundo,
    escollo hoy de Leteo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

                           CORO I

    «Ven, Himeneo, y nuestra agricultura
    de copia tal a estrellas deba amigas
    progenie tan robusta, que su mano
    toros dome, y de un rubio mar de espigas
    inunde liberal la tierra dura;
    y al verde, joven, floreciente llano
    blancas ovejas suyas hagan cano
    en breves horas caducar la hierba.
    Oro le expriman líquido a Minerva,
    y, los olmos casando con las vides,
    mientras coronan pámpanos a Alcides,
    clava empuñe Liëo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

                          CORO II

    «Ven, Himeneo, y tantas le dé a Pales
    cuantas a Palas dulces prendas ésta,
    apenas hija hoy, madre mañana.
    De errantes lilios unas la floresta
    cubran, corderos mil que los cristales
    vistan del río en breve undosa lana;
    de Aracnes otras la arrogancia vana
    modestas acusando en blancas telas,
    no los hurtos de Amor, no las cautelas
    de Júpiter compulsen; que, aun en lino,
    ni a la pluvia luciente de oro fino,
    ni al blanco cisne creo.
    Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»

    El dulce alterno canto
    a sus umbrales revocó felices
    los novios del vecino templo santo.
    Del yugo aún no domadas las cervices,
    novillos (breve término surcado)
    restituyen así el pendiente arado
    al que pajizo albergue los aguarda.

    Llegaron todos pues, y, con gallarda
    civil magnificencia, el suegro anciano,
    cuantos la sierra dio, cuantos dio el llano,
    labradores convida
    a la prolija rústica comida,
    que sin rumor previno en mesas grandes.
    Ostente crespas blancas esculturas
    artífice gentil de dobladuras
    en los que damascó manteles Flandes,
    mientras casero lino Ceres tanta
    ofrece ahora, cuantos guardó el heno
    dulces pomos, que al curso de Atalanta
    fueran dorado freno.
    Manjares que el veneno
    y el apetito ignoran igualmente
    les sirvieron; y en oro no luciente,
    confuso Baco, ni en bruñida plata,
    su néctar les desata,
    sino en vidrio topacios carmesíes
    y pálidos rubíes.
    Sellar del fuego quiso regalado
    los gulosos estómagos el rubio
    imitador süave de la cera,
    quesillo dulcemente apremïado
    de rústica, vaquera,
    blanca, hermosa mano, cuyas venas
    la distinguieron de la leche apenas;
    mas ni la encarcelada nuez esquiva,
    ni el membrillo pudieran anudado,
    si la sabrosa oliva
    no serenara el bacanal diluvio.

    Levantadas las mesas, al canoro
    son de la Ninfa un tiempo, ahora caña,
    seis de los montes, seis de la campaña
    (sus espaldas rayando el sutil oro
    que negó al viento el nácar bien tejido),
    terno de gracias bello, repetido
    cuatro veces en doce labradoras,
    entró bailando numerosamente;
    y dulce Musa entre ellas, si consiente
    bárbaras el Parnaso moradoras:

    «Vivid felices, dijo,
    largo curso de edad nunca prolijo;
    y si prolijo, en nudos amorosos
    siempre vivid esposos.
    Venza no sólo en su candor la nieve,
    mas plata en su esplendor sea cardada
    cuanto estambre vital Cloto os traslada
    de la alta fatal rueca al huso breve.
    Sean de la Fortuna
    aplausos la respuesta
    de vuestras granjerías.
    A la reja importuna,
    a la azada molesta
    fecundo os rinda, en desiguales días,
    el campo agradecido
    oro trillado y néctar exprimido.
    Sus morados cantuesos, sus copadas
    encinas la montaña contar antes
    deje que vuestras cabras, siempre errantes,
    que vuestras vacas, tarde o nunca herradas.
    Corderillos os brote la ribera,
    que la hierba menuda
    y las perlas exceda del rocío
    su número, y del río
    la blanca espuma, cuantos la tijera
    vellones les desnuda.
    Tantos de breve fábrica, aunque ruda,
    albergues vuestros las abejas moren,
    y Primaveras tantas os desfloren,
    que, cual la Arabia madre ve de aromas
    sacros troncos sudar fragantes gomas,
    vuestros corchos por uno y otro poro
    en dulce se desaten líquido oro.
    Próspera, al fin, mas no espumosa tanto
    vuestra fortuna sea,
    que alimenten la invidia en nuestra aldea
    áspides más que en la región del llanto.
    Entre opulencias y necesidades
    medianías vinculen competentes
    a vuestros descendientes,
    previniendo ambos daños las edades;
    ilustren obeliscos las ciudades,
    a los rayos de Júpiter expuesta,
    aún más que a los de Febo, su corona,
    cuando a la choza pastoral perdona
    el cielo, fulminando la floresta.
    Cisnes pues una y otra pluma, en esta
    tranquilidad os halle labradora
    la postrimera hora,
    cuya lámina cifre desengaños,
    que en letras pocas lean muchos años.»

    Del himno culto dio el último acento
    fin mudo al baile, al tiempo que seguida
    la novia sale de villanas ciento
    a la verde florida palizada,
    cual nueva Fénix en flamantes plumas,
    matutinos del Sol rayos vestida,
    de cuanta surca el aire acompañada
    monarquía canora;
    y, vadeando nubes, las espumas
    del Rey corona de los otros ríos,
    en cuya orilla el viento hereda ahora
    pequeños no vacíos
    de funerales bárbaros trofeos
    que el Egipto erigió a sus Ptolomeos.

    Los árboles que el bosque habian fingido,
    umbroso coliseo ya formando,
    despejan el ejido,
    olímpica palestra
    de valientes desnudos labradores.
    Llegó la desposada apenas, cuando
    feroz ardiente muestra
    hicieron dos robustos luchadores
    de sus músculos, menos defendidos
    del blanco lino que del vello obscuro.
    Abrazáronse pues los dos, y luego,
    humo anhelando el que no suda fuego,
    de recíprocos nudos impedidos,
    cual duros olmos de implicantes vides,
    yedra el uno es tenaz del otro muro;
    mañosos, al fin, hijos de la tierra,
    cuando fuertes no Alcides,
    procuran derribarse, y derribados,
    cual pinos se levantan arraigados
    en los profundos senos de la sierra.
    Premio los honra igual, y de otros cuatro
    ciñe las sienes glorïosa rama,
    con que se puso término a la lucha.

    Las dos partes rayaba del teatro
    el Sol, cuando arrogante joven llama
    al expedido salto
    la bárbara corona que le escucha.
    Arras del animoso desafío
    un pardo gabán fue en el verde suelo,
    a quien se abaten ocho o diez soberbios
    montañeses, cual suele de lo alto
    calarse turba de invidiosas aves
    a los ojos de Ascálafo, vestido
    de perezosas plumas. Quién, de graves
    piedras las duras manos impedido,
    su agilidad pondera; quién sus nervios
    desata estremeciéndose gallardo.
    Besó la raya pues el pie desnudo
    del suelto mozo, y con airoso vuelo
    pisó del viento lo que del ejido
    tres veces ocupar pudiera un dardo.
    La admiración, vestida un mármol frío,
    apenas arquear las cejas pudo;
    la emulación, calzada un duro hielo,
    torpe se arraiga. Bien que impulso noble
    de gloria, aunque villano, solicita
    a un vaquero de aquellos montes, grueso,
    membrudo, fuerte roble,
    que, ágil a pesar de lo robusto,
    al aire se arrebata, violentando
    lo grave tanto, que lo precipita,
    Ícaro montañés, su mismo peso
    de la menuda hierba el seno blando
    piélago duro hecho a su rüina.
    Si no tan corpulento, más adusto
    serrano le sucede,
    que iguala y aun excede
    al ayuno leopardo,
    al corcillo travieso, al muflón sardo
    que de las rocas trepa a la marina,
    sin dejar ni aun pequeña
    del pie ligero bipartida seña.
    Con más felicidad que el precedente,
    pisó las huellas casi del primero
    el adusto vaquero.
    Pasos otro dio al aire, al suelo coces.
    Y premïados gradüadamente,
    advocaron a sí toda la gente,
    cierzos del llano y austros de la sierra,
    mancebos tan veloces,
    que cuando Ceres más dora la tierra,
    y argenta el mar desde sus grutas hondas
    Neptuno sin fatiga,
    su vago pie de pluma
    surcar pudiera mieses, pisar ondas,
    sin inclinar espiga,
    sin vïolar espuma.
    Dos veces eran diez, y dirigidos
    a dos olmos que quieren, abrazados,
    ser palios verdes, ser frondosas metas,
    salen cual de torcidos
    arcos, o nervïosos o acerados,
    con silbo igual, dos veces diez saetas.
    No el polvo desparece
    el campo, que no pisan alas hierba;
    es el más torpe una herida cierva,
    el más tardo la vista desvanece,
    y, siguiendo al más lento,
    cojea el pensamiento.
    El tercio casi de una milla era
    la prolija carrera
    que los hercúleos troncos hace breves,
    pero las plantas leves
    de tres sueltos zagales
    la distancia sincopan tan iguales,
    que la atención confunden judiciosa.
    De la Peneida virgen desdeñosa,
    los dulces fugitivos miembros bellos
    en la corteza no abrazó reciente
    más firme Apolo, más estrechamente,
    que de una y otra meta glorïosa
    las duras basas abrazaron ellos
    con triplicado nudo.
    Árbitro Alcides en sus ramas, dudo
    que el caso decidiera,
    bien que su menor hoja un ojo fuera
    del lince más agudo.

    En tanto pues que el palio neutro pende
    y la carroza de la luz desciende
    a templarse en las ondas, Himeneo,
    por templar en los brazos el deseo
    del galán novio, de la esposa bella,
    los rayos anticipa de la estrella,
    cerúlea ahora, ya purpúrea guía
    de los dudosos términos del día.
    El jüicio, al de todos indeciso,
    del concurso ligero,
    el padrino con tres de limpio acero
    cuchillos corvos absolvello quiso.
    Solícita Junón, Amor no omiso,
    al son de otra zampoña, que conduce
    ninfas bellas y sátiros lascivos,
    los desposados a su casa vuelven,
    que coronada luce
    de estrellas fijas, de astros fugitivos,
    que en sonoroso humo se resuelven.

    Llegó todo el lugar, y despedido,
    casta Venus, que el lecho ha prevenido
    de las plumas que baten más süaves
    en su volante carro blancas aves,
    los novios entra en dura no estacada;
    que, siendo Amor una deidad alada,
    bien previno la hija de la espuma
    a batallas de amor campo de pluma. 

    Las ascuas de un crepúsculo morado - Antonio Machado






    Las ascuas de un crepúsculo morado
    detrás del negro cipresal humean…
    En la glorieta en sombra está la fuente
    con su alado y desnudo Amor de piedra,
    que sueña mudo. En la marmórea taza
    reposa el agua muerta.

    Este poema pertenece a la primera etapa como escritor de Antonio Machado, usa endecasílabos y un heptasílabo. Aparece una rima asonante en los versos pares, por ejemplo en "humea", "piedra" y "muerte" en las letras /e/ y /a/.

    El autor nos describe un atardecer en una glorieta, en la que hay una fuente con una estatua del Dios del amor. El paisaje tiene un valor simbólico, ensimismado.

    Las palabras que aparecen en el poema tienen una función connotativa, como en "ascuas" que alude a lo que muere o acaba, apareciendo como una metáfora. Otros ejemplos de connotación son:
  • Crepúsculo: indica que la puesta de sol acaba.
  • Morado: color de la Semana Santa, pasión y muerte de Cristo.
  • Negro: color del luto.
  • Cipresal: asociado al cementerio, ya que estos árboles tienen unas raíces que crecen hacia abajo, no hacia los lados, para evitar que pueda destruir las tumbas.
  • Sombra: huida del sol, oscuridad.
  • Alado y desnudo Amor: utiliza un encabalgamiento, con un carácter positivo para describir a Cupido. El amor es de piedra, por tanto, es un amor interte, muerto, frío.
  • Marmorea: mármol, que se utiliza en las lápidas.
  • Muerta: el agua está quieta, no se mueve, por tanto no tiene vida. Esta palabra resume todas las connotaciones que tiene el poema, en el que la idea final es la muerte. Es como una elegía, acaba el día y con él las ilusiones y la vida. Es un joven sin ilusiones, sin esperanza, en un mundo donde no hay futuro.










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